Derecho a reparar y software libre: las armas contra la crisis ecológica

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Mientras los líderes del mundo industrializado, responsables de las mayores emisiones de carbono del globo, se dieron cita en Glasgow para negociar la transición hacia energías renovables, el resto de los países contemplábamos desde la periferia cómo será el nuevo entramado de negocios «verdes» que se impondrán a base de acuerdos comerciales y préstamos a futuro. Al escuchar las ruedas de prensa, las coberturas periodísticas o incluso las protestas que se dieron en la ciudad escocesa, da la impresión que este congreso estuvo más enfocado en reunir a empresarios y Estados que por un lado, quieren lavar culpas y, por otro, intentan poner parches a un modelo de producción que sólo es sostenible con la depredación del medioambiente.

La salida de los empresarios ecofriendly

El mensaje de la cumbre es claro: de esta crisis tenemos que salir antes del 2050 y la forma de hacerlo es transicionando hacia energías verdes. Uno de los mayores caballitos de batalla de los empresarios que se presentaron en Glasgow gira en torno al cambio completo de los parques automotores de todos los países, pasando de vehículos movidos por motores de combustión a motores eléctricos alimentados por baterías de litio, ahorrándose así las emisiones de carbono producto de la quema de combustible fósil. Este recambio que ya ha empezado hace varios años en Europa y que últimamente se ha acelerado, ha sido uno de los causantes de la actual crisis de semiconductores.

Pero detrás de este negocio verde se abren interrogantes que solamente conducen a incertidumbres. Los autos eléctricos o «inteligentes» están repletos de computadoras, software y licencias de uso. ¿Qué pasará cuando esas computadoras fallen o el software quede sin soporte en unos pocos años, incluso antes de llegar al 2050? ¿Las empresas abandonarán a sus «usuarios»? Debido a la naturaleza del vehículo, ninguna persona tendrá las posibilidades de reparar algún chip roto, o menos aun, fabricarlo cuando ya no haya repuestos. Si la solución a las emisiones de carbono está planteada desde la venta de un nuevo objeto que reproduce todas las lógicas productivas anteriores que nos llevaron a este momento crítico, cuesta pensar en un interés real en atacar el problema. En ese sentido, el derecho a reparar es clave para pensar las políticas en torno a reducir realmente la huella de carbono. Si algo está invisibilizado en todo este esquema de producción de bienes de consumo descartables es justamente el costo ecológico de la creación de esos bienes. Mucho se habla de la producción de energía verde pero pocos se menciona respecto la huella de carbono generada al fabricar cualquier objeto de uso cotidiano.

Detrás de la promesa verde

En este sentido, más allá de los acuerdos sobre las metas de las emisiones de carbono, resulta crucial plantear políticas globales en torno a alargar la vida útil y la reparabilidad de los dispositivos que consumimos. El «derecho a reparar» surge justamente de la lucha de los farmers estadounidenses contra la empresa John Deere, el mayor fabricante de tractores del mundo, que desde la informatización de los vehículos pone más y más trabas a la posibilidad de la reparación de los mismos. Un bien que no puede ser reparado es un bien que debe ser descartado y todo lo que se descarta no sólo tiene un impacto a nivel contaminación sino que además es un desperdicio de recursos. Los recursos en nuestro planeta no son infinitos y entender es fundamental para no tensar más el desequilibrio que generamos como especie en nuestro planeta.

Los dispositivos que liderarán esta «transición hacia lo verde» están ligados directamente a la industria informática y electrónica de consumo masivo, dos sectores claves en la economía mundial. No es casual que el derecho a reparar ni siquiera haya figurado como tema dentro de la Cumbre ni tampoco sea agenda dentro de las organizaciones ambientales; se lo liga a una cuestión de facilitar la reparabilidad, pero no se lo piensa en su dimensión medioambiental. Fabricar dispositivos electrónicos es un proceso extremadamente costoso en términos ecológicos, y si la transición hacia lo verde no contempla producir bienes reparables y durables solo significará otra treta más del mercado para vender objetos nuevos.

Si además de todo esto pensamos en el funcionamiento del modelo actual del mercado de bienes informáticos -sin incluir los autos- nos encontraremos con una clara piedra que ni siquiera se cuestiona. Fabricamos computadoras y celulares a un ritmo infernal, priorizando un modelo de recambio constante y obviamente entorpeciendo u obstaculizando la reparabilidad. ¿De qué sirve migrar hacia energías limpias si vamos a seguir descartando celulares cada tres años? El 52% de la huella de carbono que genera una computadora, según un estudio de la Oficina Europea de Medio Ambiente, está en su fabricación y distribución; en los celulares esa cifra asciende al 72%. Para mitigar todo ese daño, la vida útil de estos dispositivos debería rondar por los 25 años, algo totalmente imposible bajo el esquema actual de producción y distribución.

Empoderamiento tecnopolítico

En torno a todo el discurso verde, sólo se vislumbran parches del mercado para imponer nuevos consumos. Si seguimos fabricando computadoras a este ritmo, para el 2040 serán responsables del 40% de emisiones de carbono aceptadas por el objetivo de los tratados y acuerdos internacionales, que buscan limitar el calentamiento global a 1.5°C. En este sentido, y viendo cómo se perfilan estas discusiones, la única salida posible parece ser la solución más obvia: la lucha y militancia de las comunidades organizadas. Si algo nos enseñó el feminismo es que la manera de cambiar la realidad es organizándose para luchar. La solución debe surgir, entonces, desde las bases de la sociedad y no desde empresarios más preocupados por no pagar multas que por sostener un mundo que sea habitable.

En este sentido, las comunidades de hacktivistas y militantes del software cumplen un rol fundamental para propagar estas cuestiones y proponer un modelo más sustentable y acorde a las necesidades reales de las comunidades. En un mundo dominado por los grandes fabricantes de circuitos integrados y sus industrias derivadas, resulta central que el software utilizado sea libre, para garantizar así que pueda funcionar en la mayor cantidad de dispositivos informáticos posibles. Si dejamos librado al azar esto, seguiremos tirando a la basura celulares porque las aplicaciones que cumplen una función social importante (mensajería instantánea o correo electrónico) no reciben actualizaciones y no pueden ser utilizadas, obligando al usuario a cambiar de equipo cuando estos incluso siguen funcionando.

Hace poco un reconocido diario online de Argentina dio a conocer un estudio donde se menciona que este país «es uno de los países con el parque informático más antiguo de Latinoamérica», porque las computadoras se recambian luego de 6 años. Que desde nuestro tercer mundo veamos como un problema eso, sólo habla de lo colonizados que estamos como sociedad entera respecto al uso de estos dispositivos. Si nuestras PyMEs cambian los equipos con esa periodicidad, extrapolen eso a países como EEUU, China o la UE, donde el poder adquisitivo y el consumo es exponencialmente mayor.

Desde nuestra posición solamente podemos organizar espacios de empoderamiento tecnopolítico, para no dejar librada la solución a este problema a los empresarios que sólo quieren lucrar y a las potencias globales que quieren orientar ese lucro. La salida no va a partir de cumbres de negocios sino a través de una toma de conciencia real y la proposición de soluciones concretas. Los grandes movimientos sociales de las últimas décadas han mostrado que es posible; ahora el tiempo apremia pero aun tenemos el horizonte de lucha para poder plantear un cambio.

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